Todo lo que está al alcance de la mano

galicia | Nov 2022
Por Manuel Jabois. Imágenes por Óscar Corral.
La primera vez que lo pensé fue en Vilatuxe, un municipio cerca de Lalín, el lugar en el que una vez el alcalde, como promesa electoral, dijo que haría un censo de vacas (en Galicia el censo lo llevó a cabo Manuel Rivas aclarando que eran básicamente un millón). Allí en Vilatuxe, año 2007, un grupo de vecinos decidió hacer la tradicional matanza do porco pero sin tradición, porque la había prohibido el Gobierno; el Gobierno, como tantos otros, a veces tiene que tumbar tradiciones, sobre todo si no proceden. Se decretó que la matanza del cerdo tendría que ser sin dolor ni sufrimiento por parte del animal. Así que se imponía la fusión de tradición (el cerdo muere) y modernidad (el cerdo muere en paz); en vez de matarlo a cuchillo, como toda la vida, ahora había que matarlo con pistola aturdidora, como en el Viejo Oeste (“Del cerdo se aprovechan hasta los gritos, como van a demostrar los fabricantes de pistolas”, escribió entonces Arcadi Espada). Mi abuelo, célebre matador en su aldea, de esta manera se convertiría en Billy el Niño.



En Vilatuxe idearon algo a lo que todavía le estoy dando vueltas completamente maravillado. Allí se decidió que el cerdo iba a morir como siempre y como nunca, las dos maneras al mismo tiempo. Y así se hizo. En un espectáculo (el realismo mágico en su cuna, que es Galicia, siempre alcanza la máxima expresión) al que acudieron 1.200 personas, y en el que hubo hasta el show de un humorista bajo la atenta y tranquila mirada del alcalde y una especie de comité central que trabajó en los ensayos casi dos meses, el cerdo llegó cadáver a su matanza; salió muerto de casa derecho a su ejecución. Ahora lo que había que hacer era lo de siempre: abrirlo en canal, despiezarlo, lavarle las tripas, elaborar los chorizos. Todo perfecto si no fuera porque, en cuanto el cuchillo se hundió en la carne del porco, este empezó a gritar. A gritar y gritar, de tal manera que sus chillidos estremecieron al público, que creía asistir a la matanza tradicional, la matanza del cerdo.



Había truco. Cerca de allí, en un hórreo, había un reproductor de música que estaba poniendo a todo volumen los chillidos del cerdo. Era un playback. El Milli Vanilli de los cerdos mezclado con los zombis de Thriller: todo un espectáculo. En aquel entonces yo llamé a aquello ‘la matanza del cedé’, y saludé la simpática argucia con gracia y admiración. Los años siempre nos dan una tímida madurez, y en los casos más espléndidos, una nueva perspectiva. La mía fue algo en lo que no había reparado nunca tras décadas de estudio del caso del cerdo de Vilatuxe: los chillidos eran grabados, vale, ¿pero a qué cerdo se les grabó? Si se los grabaron a cualquier cerdo en su matanza a cuchillo para hacer la matanza moderna y legal, la matanza pistolera, ¿no sabían ya que estaba prohibida? De qué cerdos estamos hablando: ¿no sería el mismo? ¿Lo mataron primero como Dios mandaba, y luego como manda Dios para decirle a la sociedad que sí se pueden hacer diferentes las cosas, pero antes tuvimos que hacerlas igual?



Desde hace diez años, los mismos que llevo viviendo (más bien teniendo el centro de operaciones) en Madrid, una pregunta me asedia: ¿por qué tanta Galicia en tus artículos, por qué siempre Galicia en tus novelas, por qué el acento de Galicia tan persistentemente en tu voz todos los días en la radio, una década después? Nunca explico, porque nunca tengo tiempo y porque hay preguntas que se responden solas, la historia de esa matanza de Vilatuxe. El saber que una historia nunca está cerrada, que no existen los finales abiertos porque todos son abiertos; que la duda famosa con la que se nos quiere etiquetar a los gallegos es la manera vulgar de nombrar algo mucho más divertido e interesante, que es el misterio. Por eso hace dos años, cuando me fui a la Costa da Morte para pasar allí unos días y situar en esos acantilados la acción de mi siguiente novela, supe que tenía que haber venido, como vino, una inglesa, Annete Meakin, a bautizarla. Es un nombre demasiado sencillo y prosaico para un espectáculo tan abrumador: funciona, como funcionaría una simple pistola aturdidora, pero siempre hay algo metido en el hórreo. Un libro estupendo para conocer en su dimensión aproximada la Costa da Morte es el que publicó Rafael Lerma: ‘Costa da Morte, sueños y naufragios’. En él se encuentra una de las historias míticas (de mito, entre verdad y creencia, historias que van pasando de boca en boca hasta perder su origen, si el origen realmente existió) más descriptivas de la Costa da Morte: realidad y ficción, gesto y engaño; el toreo antes del toreo. Dice Lerma que, en las noches de temporal,
“con lluvias y niebla que impedían la visibilidad, algunos habitantes de las aldeas acudían a pasear a sus bueyes junto a los cabos, colgando de los cuernos de los animales farolillos encendidos que simulaban las luces de otras embarcaciones. De esta forma, creaban confusión entre los patrones de los barcos, quienes se aproximaban hacia la costa e, inevitablemente, terminaban precipitándose contra los escollos, siendo luego saqueados por los lugareños”.



Por cierto que, en uno de los saqueos (no necesariamente provocado por esa treta), se cuenta en el libro el naufragio del Nil en 1927. Entre los muchos enseres que dejó el barco flotando en el mar, parece ser que también se perdieron enormes cajas de leche que los habitantes de los pueblos de los alrededores confundieron rápidamente con pintura, aprovechando para adecentar sus casas antes de que las moscas se pegasen a las paredes como si no hubiese un mañana. Una historia a la altura del naufragio del barco inglés Chamois que Lerma cuenta con gracia: los vecinos confundieron “Chamois” con “bois” (bueyes), y aparecieron ante el barco con hoces y cuchillos mientras los ingleses los miraban horrorizados como si aquel rincón de Galicia, como si Galicia entera, estuviese aún por civilizar y sus habitantes recibiesen a los foráneos como trozos de carne que engullir.



Siempre he creído que la verdadera poesía de los territorios, eso que les hace auténticos, es cuando uno no sabe si los accidentes geográficos que está viendo, los está viendo en la tierra o le están pasando a uno. Por eso puse a todos los personajes de aquella novela en una tierra de naufragios para, creyendo que los contemplaban, sufrir ellos uno más íntimo y delicado, el que se sufre cuando no se sabe lo que está pasando. No hay ni siquiera un hórreo cerca para saber de dónde salen los gritos. Si no hay paisaje más bello y salvaje que el paisaje del fin del mundo, el lugar en el que los romanos creían que el sol era tragado por el mar porque allí terminaba todo, es precisamente porque también nosotros somos el fin de algo, la última y más brillante luz de todas, la que se corresponde con el horizonte.

Y sin embargo, del mismo modo que la pistola aturdidora hacía su trabajo a medias, también las metáforas se quedan a medio respirar cuando la realidad se impone. Hace muchos años, en un viejo artículo que publicó el periodista Hibai Arbide en la revista Enfocant, se contaba que durante cinco
años cadáveres procedentes de los naufragios en el Mediterráneo eran levantados en las redes de los atuneros; para evitar problemas, los devolvían al mar sin informar a nadie.
“Lupo es un pequeño hombre robusto que ha pasado más de treinta años faenando como pescador. Pero hoy ya no puede hacerlo, sus convecinos lo señalaron como traidor por haber sacado esta historia a la luz; está sólo, la comunidad a la que pertenecía no perdona su ‘delación’. En Portopalo y en Lampedusa todos sabían lo que había ocurrido, hacía meses que emergían huesos, pequeños objetos, signos de vidas interrumpidas dramáticamente a pocos kilómetros de la tierra prometida”.

En su momento escribí que fue una gran noticia porque no era el olvido habitual, sino uno doble. Los muertos insistían en que se supiese la verdad: los vivos los devolvían al fondo. Pero el problema sigue siendo el mismo: humanitario.



Más lejos, en Galicia, el Atlántico es como tener una guerra a las puertas rodeándolo todo: se vive de él y se muere a menudo, eso con fortuna; a veces simplemente no se vuelve. Cada vez más se regresa allí después de muerto: se tiran las cenizas y se deja que el océano haga con ellas lo que considere (en A Lanzada se esparcieron las del exfutbolista Héctor Rial; un diario local anunció que sería en Pasarón, estadio del Pontevedra, y al día siguiente anunció que mejor en la playa “en contra de lo que han dicho ciertas noticias infundadas”). Es una hazaña explicar la historia de esta tierra sin el mar, incluido el tránsito de petroleros como una moderna Santa Compaña volviendo a casa de borrachera. Quien piense que hipnotiza ver el fuego no ha visto nunca la Costa da Morte fuera de sí: golpea con os cascos de los miles de barcos que ha enterrado vivos, los huesos de los cadáveres que se arrastran ahí dentro y una sensación terrible de plenitud; parece alguien a punto de dar vida. Es tanta la fuerza que en realidad sabes que no es el acantilado contra lo que golpea, sino el continente: la Europa misma con la voluntad de aquel noble ofendido por ser citado en “En busca del tiempo perdido” que se fue en soledad a su castillo a responder a Marcel Proust.



Y luego está el frío. Voy a veces con ella a Fisterra en invierno para enseñarle lo que nunca tendrá Madrid ni tendrá ningún sitio. Para que lo soporte mejor le digo que el frío es elegante. Los tres cuartos, las bufandas atadas al cuello como una soga o caídas hasta la cintura, como el pelo de la Pantoja. Los botines, incluso. Hasta los labios cortados tienen encanto. Y los ojos un poco enrojecidos. El escalofrío tan tierno, en soledad, mientras esperas a sacar dinero del cajero. Casi todo es belleza en el frío, le digo. Los paisajes nevados del interior de Galicia. Recemunde, en Pobra de Brollón, bajo una gran manta blanca inacabable, como si aquello fuera el cielo. No se entiende un amor en Nueva York sin nieve, como no se entiende matar sin guantes de cuero negro, bien ajustados a los dedos, ya sea para empuñar una pistola o quebrar un cuello. Es el cine quien nos educa, amor. La literatura.
Piensa en una temperatura bajo cero, la que tú quieras, y un salón con chimenea mientras los lobos restriegan el hocico contra la ventana de la casa de la aldea, como avisando. Bateman al salir de cualquier pub agitando un billete de cien dólares delante de un mendigo, y volviéndoselo a meter en el bolsillo, casi impasible. Las medias de lana de la prima pequeña, y la abuela pasando la tarde delante de una estufa como si estuviese echada en el solarium. Los gorritos de lana. Y esos guantes tan elegantes, esos guantes a los que se les descapullan los dedos para coger el móvil y contestar a un correo cualquiera, el primero que se te venga a la cabeza.



Todo eso está al alcance de la mano. Una leyenda ridícula precisamente dice que Dios creó Galicia apoyando la mano, de ahí las rías. Pero en realidad se la apretamos. Por eso a veces resopla.